Por Ivana Osuna | Este artículo es una review del documental ” La Cocina: Reflexiones y vivencias sentados al borde de Gustavo Pena, El Príncipe”.
“No importa lo que hagas, siempre habrá un uruguayo que lo esté haciendo mejor. “
Yo pensaba que nadie en el mundo podía hacerme sentir las cosas que sentía cuando escuchaba a Spinetta, un artista del que no soy fan pero al que siempre recurrí en momentos descoloridos de la vida. Y tenía razón, no hubo nadie como Luis Alberto, pero más allá de todas las sensaciones en su música, 17 niveles más arriba, en el país vecino, se encontraba el artista más transparente del que tengamos noción. No estoy haciendo comparaciones, sobre todo porque no creo en ellas sino que creo en el rol que cumple cada tipo de artista (sobre todo musical, del que más variedades existen). La diferencia entre Spinetta y el Príncipe fueron las oportunidades, y eso no fue culpa de ninguno de los dos.
Gustavo Pena Casanova nació el 2 de diciembre de 1955 en Montevideo. Su primer apellido lo llevaría como un antónimo de lo que fue como persona. De sus padres dijo: “Mi mamá era un talento, sabés? Era bordadora. Y tan pelotuda que se vino a enamorar de un milico, que era lo peor. Claro, lo comprendo, un tipo de ese nivel no podía hacer nada que brillara. No solo eso, sino que tenía que apagar al otro. Y el otro se dejó apagar.”
Autodidacta pero estudioso, sabía cantar y sabía tocar bajo, guitarra, flauta, armónica y mandolín. Pasó toda su vida cantando en escenarios pequeños, íntimos. En su casa, desde su pieza, donde había acondicionado una suerte de estudio que se podía controlar desde la cama. Así como fluía su música, sus palabras se paraban solas una al lado de la otra para que todo lo que diga, música o no, sea poesía al chocar con el aire.El motivo que dejó a Gustavo Pena fuera de la lata ni siquiera tenía que ver con él: nació en el momento y el lugar equivocado. Fue pobre. Tuvo hambre. Y murió desconocido. Sobre ser músico, dice:
“No es una cosa que yo quiera hacer, es una cosa que yo hago. es más, muchas veces quise dejar de hacer música. Y me iba mal. Siempre que quise hacer otra cosa, me fue mal. Pero yo creo que la gente acá en el mundo, todos nosotros, tenemos un lugar y una función. Creo que la gente en vez de correr atrás de imágenes, tipo “yo quiero ser un hombre de éxito” o “una mujer ejecutiva”, tendría que ver lo que es la gente primero. Verse, mirarse y ver qué hace con una bolita de plastilina cuando es chiquito… ver lo que hace. Porque se manifiesta eso en la gente. Lo que pasa es que nadie se mira. Ni a sí misma, ni a los otros. Entonces mi hijo tiene que ser médico porque el padre era médico. De repente el tipo era un capo con los números, quiere ser matemático o físico y no. Entonces al cambiarle el lugar y la función en realidad lo está quitando de su propio lugar y su propia función. Quiere decir que lo está matando”.
Transitando los últimos días de su vida, destruido por el mismo hecho de ser un alma enorme dentro de un cuerpo muy pequeño, él mismo se adelanta a responderme las preguntas que me hice todo este tiempo: ¿por qué para algunxs todo y para otrxs nada? ¿era necesario que pase por tanto sufrimiento? ¿nunca lo movió la angustia o el odio? El Príncipe, desde la cama de un hospital, con la cámara grabándolo de costado, dice: “cambié la maldad que tenía que hacer por los otros conmigo”. Por su cuerpo pasaron todos los dolores del mundo y nunca perdió el sentido del humor.
Todo el documental se trata de mostrarnos un alma que no pudo liberarse nunca de la inocencia, y ese fue su más grande error. El mundo sí es malo, hay gente muy mala. Pero El príncipe vino al mundo con una misión.
Y la cumplió.
“Me volví un mendigo verdadero. Yo era un principito. Cuando me quedé solo, me volví un mendigo. No tenía nada. Porque lo que tenía materialmente estaba bárbaro, pero no me hacía la cabeza.
-Y qué mendigabas?
-Amor. Me parece una buena razón para mendigar.”