Por Ivana Osuna
De fondo, mientras escribo este artículo, suena a volumen bajo “Ando ganas”, de Los piojos. Una banda que, paradójicamente, nunca llegué a ver en vivo como tal porque mientras sonaba por última vez “Muévelo”, ese 30 de mayo de 2009 en un River Plate lleno hasta los bordes, mi yo de 15 años tenía prohibido salir de casa después de las 22. Mucho de eso también tiene que ver con el miedo que daba a nuestros padres la idea de dejarnos asistir a recitales siendo menores de edad, con la herida de Cromañón aún latiendo.
Por mucho tiempo asumí que, de todas formas, el rock nacional y su folklore no era un lugar en el que estuviese cómoda por razones que luego el feminismo me ayudaría a comprender. Me sumergí en el mundo de la globalización (otro guiño a Los Piojos) para navegar entre los nuevos estilos y artistas que surgían todos los días, cuando a la vuelta del colegio me preparaba un sánguche con algo y me preparaba para los ránkings musicales de MTV y MuchMusic, a las 20. Mucho de lo que veía ahí no llegaba mucho más allá de Estados Unidos.
Con la llegada de mi primer computadora con internet a mi casa, como regalo por cumplir 15 años, llegó también una necesidad constante de escuchar cosas nuevas, cansada de artistas inventándose a sí mismos en su propia industria y sin animarse a nada nuevo.
Con el regreso de Ciro Martínez a los escenarios con Ciro y los Persas, y de Micky Rodríguez (también ex integrante de Los Piojos) con La que Faltaba, la nostalgia pudo más y volví a dar play con el volumen al palo “Todo Pasa” de tanto en tanto, entre canciones nuevas que no cerraban y que poco tenían de la esencia under que caracterizaba a la banda del 87. Poco después de la emoción que trae lo nuevo, finalmente me rendí y corté mi vínculo con el rock nacional.
Me gusta preguntarme si los ciclos en nuestra industria musical tendrán algo que ver con los ciclos que se repiten, también, en nuestra sociedad. A nivel mundial, se reconoce que los tiempos del rock como exponente y dominante de los charts ya han pasado y se han quedado bastante atrás. En Argentina, y aunque suene una locura, lo más cercano a esos aires de protesta y sensibilidad artística que profesaban los grandes como Spinetta, Cerati o Charly García, están más entre los cantantes de trap, freestyle y hip hop que de las nuevas bandas de rock posmodernas y aburridas. Pueden googlear “Wos” y contrastarlo buscando “La Beriso”, sin ir más lejos.
Sin embargo, el surgimiento de Greta Van Fleet, una banda de rock estadounidense cuyos integrantes rondan los 20, y que suena como si hubiésemos traído en una máquina del tiempo a Led Zeppelin a componer nuevos temas, me hace tener esperanza en una posibilidad: que la escena del rock nacional se reinvente y surjan nuevos sonidos que nos acaricien la nostalgia, pero nos resulte fresco en los oídos. Es momento de soltar los covers y animarse a componer canciones con estilo propio.
El problema que vino con las redes sociales (que sí, que también trae problemas, no es todo hermoso en el mundo de la hiperconexión) es que pareciera que todo está hecho ya y que lo único que nos puede salvar es que nos volvamos virales de un día para el otro. Y no: la enorme diferencia es el trabajo, la constancia y la importancia de ser uno mismo. La importancia de ser honestos a nuestro estilo y asumir nuestras influencias para transformarlas. La destrucción de ídolos también puede ayudar; sí, todos ellos eran y son humanos. Cometían errores, arriba del escenario y abajo de él, en sus vidas cotidianas. Comían y hacían caca, dormían y lloraban. Algunos, incluso, fueron malas personas toda su vida sin que eso importase mucho, como el impresentable de Ricardo.
No estoy de acuerdo con eso de que el rock se murió. Sí pienso que el rock como lo conocíamos cumplió un ciclo, y es importante despojarnos de nuestros prejuicios para abrir paso a lo que se viene, a lo que sigue, a lo que empieza a sonar. A fin de cuentas, hasta Luis Alberto tuvo que subirse por primera vez a un escenario…